“Un poco más de cianuro”, sugería don Luis mientras que con un pequeño martillo marcaba el punto justo. Edmundo y Dardo con su masa respondieron armoniosamente el mandato del maestro.
“Pan, pin, pun, pun, pun, pin, pan”.
Me sorprendía que hombres tan rudos produjeran esa maravillosa música. Yo era casi un niño de 12 años. Miraba y aprendía como se hacia un caldeo.
Luego se retocaban las curvas, ajustándose a una circunferencia perfecta.
Ayudé a traer madera y carbón. Hicimos un fuego a la medida necesaria para calentar la llanta conformada en una planchuela de media por 3 pulgadas. Cuando estuvo en su punto junto y suficientemente dilatada la colocaron sobre las camas sostenida por los rayos y unidas a la masa.
Completada la tarea ya estaba preparada la regadera. Con agua y se iría enfriando toda la circunferencia al contraerse quedaba todo perfectamente ajustado. Y… colorin colorado, este cuento se había terminado.
Pero no fue así, porque era costumbre que al término de este trabajo se descansara tomando unos mates con masitas de boliche. Mientras tanto, yo veía que al tocar el agua en el hierro caliente levantaba un vaporcito que parecían fantasmas.
“Son duendes”, dijo Dardo. Anochecía. Le dije a don Luis Dorronzoro: “Cuénteme algo de usted”.
Comenzó recordando que en Carmen de Areco trabajaba en el periodismo y ataco al intendente por un mal proceder. Esa fue causa suficiente para que perdiera su trabajo y se lo expulsara del pueblo.
Y siguió diciendo: “Así fue que para salvar el pellejo me traslade a San Antonio de areco. Funde una imprenta y edité un semanario socialista. En esa época gobernaban los conservadores cuya costumbre era empastar las cajas de los tipos, como lo hicieron una noche en mi local. Termine en Lujan trabajando como herrero de carros que era mi oficio”.
Mientras tanto observe que Dardo tenía en sus manos un libro, se trataba del “Romancero gitano”, de Federico García Lorca. Nos leyó unos versos. Así conocí a ese herrero – poeta, con el que fui hermanado por el arte durante mas de 40 años.
Aquel día yo estaba lejos de soñar que alguna vez caminaría a orillas del Guadalquivir “montado en potro de nácar sin bridas y sin estribos”.
Confieso que siempre quedo grabada en mi memoria aquella melodía: pun, pin, pan, pan, pan, que seria la canción que, décadas más adelante, cantarían muchos de los niños de mi país.
Ahora si me preguntan dónde esta Dardo, contestaría: “Es posible que este en el fondo del Río de la Plata recitándole algunos de sus poemas a un grupo de sirenitas”.
Posiblemente este:
“Yo quiero una maquina que produzca pan, rosas y olivos, una muchacha sonriendo para siempre en el recuerdo, una paloma de papel de seda y una dulce lluvia, para cuando estemos tristes.